El Árbol de la Vida I: del Instinto a la Razón. La socialización
Introducción
Me desperté sobresaltado. Había tenido un sueño tan real que me parecía que la fantasía comenzaba en este momento en que me despertaba. Estaba sudando, exhausto. Cuando me di cuenta de que todo había sido un sueño me entró la sensación de relajación que sigue a un esfuerzo descomunal, un alivio profundo. Me arropé de nuevo en posición fetal y disfruté del torrente de sensaciones que me asaltaban. Una revelación se había abierto paso aquella noche. La pude resumir en una frase, que anoté en mi cuaderno:
La intuición no es lo mismo que el instinto.
Intuición e instinto significan una conexión profunda con la naturaleza, pero son protagonistas en dos etapas diferentes de la vida, entre las que hay un amplio recorrido. Podría resumirse en que el instinto proviene de nuestra conexión animal con la naturaleza y nos dota de la capacidad de sobrevivir. La intuición es algo que el ser humano puede alcanzar si desarrolla todo su potencial. Tiene que ver con el arte y con trascender las ideas. La intuición procede de nuestra esencia divina.
Pude ver las etapas de la vida como si fueran un árbol:
1. El instinto es la raíz, que toma la energía de la tierra para crecer. El instinto son los mecanismos heredados con nuestros genes, aquellas estrategias propias de la raza humana que brotan del impulso de supervivencia.
2. La razón es el tronco, que crece a los largo de los años y va aumentando capa tras capa. Se va construyendo mediante la educación, y da solidez a nuestro principal potencial, la capacidad de pensar.
3. La intuición son las hojas, que toman la energía del sol cuando el árbol se ha desarrollado. La plenitud del ser humano consiste en conectar con su inconsciente y no solo dejarse guiar por él. Para ello, necesita conocer sus valores y aprender a escuchar sus pensamientos y emociones para trascenderlos. El arte y las ideas disruptivas salen de la intuición.
También entendí que para que se despierte esa capacidad divina llamada intuición, nuestra mente necesita dar un paso más allá de la razón. Ése es el sentido del desafío que se nos presenta a todo ser humano en la mitad de nuestra vida: la crisis existencial.
Esa crisis llevaba casi un año torturándome. Creo que el sueño sobrevino por el estado de confusión vital en que me encontraba. Me asaltaban infinidad de preguntas: ¿Cómo armonizar la pulsión del instinto con la razón? ¿De dónde venía esa ansiedad penetrante de la crisis existencial? ¿En qué consiste realmente la intuición? ¿Debemos hacerle caso?
El árbol de la vida vino para darme todas las respuestas. Me acurruqué en mi cama y me relajé para rememorar los detalles de aquel sueño. Quería grabarlo dentro de mí.
1. La raíz del árbol: el instinto
El sueño comenzó por traerme multitud de escenas de mi infancia. Un río de sabores, sonidos de juegos y de alegría junto a abrumadoras sensaciones de ternura. Me vi como las raíces de un árbol, plenamente incrustadas en la madre naturaleza. Sentí la fuerza de la vida pugnando por brotar. Para el niño todo es juego, un fluir continuo con su entorno. El mundo interior todavía no se ha impuesto. En aquella completa inocencia, mi naturaleza interior estaba plenamente conectada con su origen: la naturaleza exterior.
Cómo gozaba en mi sencillo paraíso, sin la tiranía del pensar. Mi sentir obedecía al instinto con que nace todo ser humano. Pero, poco a poco, la raíz comenzó a crecer. De repente, me convertí en el tronco que salía a la superficie.
El sueño continuaba y broté de la tierra como un tierno tronco. Me abrí a un inmenso paisaje y pude sentir como todo mi ser se estremecía. Mi alegre curiosidad de niño alcanzaba nuevas proporciones, convirtiéndose en ansia de grandes desafíos. Poco a poco, pasé a convertirme en un heroico tronco deseoso de crecer libre hacia un inmenso cielo azul. Sentí mi fuerza interior, mi coraje, mi ambición de expandirme… Yo era algo independiente. Recordé el inicio de mi juventud. El juego de la infancia se transforma en la lucha por la supervivencia. El instinto me había preparado para ello.
Junto a la energía brutal de la naturaleza surgía otra nueva, igualmente poderosa, pero que no era universal sino individual: la fuerza de un héroe.
2. El tronco del árbol: la individualidad.
Noté que el calor de la madre naturaleza había dejado paso al viento y al frío. Me vinieron escenas de mi adolescencia en que me encontraba solo y, junto a aquella energía poderosa del instinto, pude revivir la íntima sensación de pena de aquel adolescente, la melancolía por el paraíso perdido.
Sentí con ternura el juego de fuerza y sufrimiento desde el que se construyó mi individualidad, mi yo. Rememoré tantos instantes de incomprensión ante la cruel realidad como de entusiasmo por el inmenso colorido que se abría ante mí. Aparecieron caras y escenas para recordarme aquella etapa en que dejé de sentir a los demás como un refugio seguro y se convirtieron en una fuente de incertidumbre e inquietud. Aquel héroe se fue dando cuenta de que era necesario adaptarse a un entorno nuevo e inhóspito.
El objetivo de saborear la vida se sustituía por el de aprender la lógica de aquel mundo inhóspito que se abría ante mí como un desafío. Para ello, junto a toda mi energía rebelde, contaba con una fabulosa capacidad que se desarrolló durante mi educación: la de razonar por mí mismo.
Me veía como un tronco firme que crecía ligero, rodeado de unas pocas ramas, con el cielo por frontera. Respiraba libertad pero me alejaba cada vez más de la tierra. Al irse creando mi individualidad, me separaba del puro instinto, me separaba de la madre naturaleza.
El sueño proseguía con vívidas escenas de juventud, la etapa en que creció la confianza en mí mismo para sustituir a la infantil confianza en un mundo ideal sin peligros… y para sustituir la fe ciega en los demás.
3. La socialización. El papel de la educación
Aquel tronco era la «socialización», que se produce tanto por las experiencias que vivimos en general como por la educación formal e informal. Comprendí por qué mi educación me trae una sensación agridulce. Durante todos aquellos años, creció mi energía individual y adquirí un nuevo y asombroso poder, el de la razón. Ya no necesitaba de mi familia que me cuidara y me dijera lo que tenía que hacer,… pero eso significó abandonar mi paraíso. Me adentré en una selva, excitante e inhóspita.
Me di cuenta de las capacidades esenciales que adquirimos durante la educación. Dos condiciones sin las que no podemos entrar en el el mundo de los adultos:
- La capacidad de integrarme en el entorno social.
- Aprendí a pensar por mí mismo.
El resultado es que pasé de actuar impulsivamente a “comportarme bien”. Para razonar por nosotros mismos, es necesario partir de una lógica, que es la de la sociedad que nos rodea. Ésa es la que aprendemos en la socialización. Esa lógica es producto de cada cultura. Cuando hay incomprensión entre personas distintas culturas es debido a que cada una piensa que su lógica es la única válida. Ésta marca nuestra relación con los demás, que se hace desde lo que se llama el “acuerdo social”, “las normas” de convivencia. Para que los diferentes árboles crezcan en armonía es necesario que convivan como bosque.
En mi primera madurez, los instintos seguían estando ahí, pero el nuevo poder, la razón, los sometía. En esta etapa es preciso tenerlos a raya. La educación canalizaba los instintos dentro de «lo socialmente correcto”. Por ejemplo, ahí seguían el instinto de supervivencia, el sexual o el deseo de relacionarse. Pero, muchas veces, nuestra educación nos condicionaba para reprimirlos, lo que me hacía daño en forma de frustración, tristeza o ansiedad.
La impresión que me venía de mi educación era en parte de rigidez y de olor a cerrado, pero el sueño hizo que esta impresión evolucionara hacia una perspectiva diferente. Entendí que la solidez de aquel tronco – la educación – era necesaria para que el árbol pudiera crecer, lo cual no se consigue como un tronco aislado, sino dentro de un bosque. La dispersión salvaje que pediría el instinto individual era contrarrestada por un instinto colectivo, que ha sido moldeado a lo largo de siglos: la cultura.
Un animal social con la capacidad de pensar necesita de ese mecanismo social, la cultura, para llegar a la plenitud de su potencial. Lo entendí todo. No es que disculpara a todas las personas que me hicieron sufrir, ni los inútiles aprendizajes, ni las experiencias dolorosas… No se trata de eso. Más bien me venía una sensación de comprensión hacia la sociedad que tantas veces había denostado.
La sociedad está construida a imagen y semejanza de nuestra raza, que no es perfecta. Esta creación humana refleja nuestras limitaciones y nuestra irracionalidad animal, por lo que era de esperar que no fuera un impecable ejemplo de justicia. Sería antinatural que una criatura terrenal construyera un orden divino.
Sentí el bosque como un producto de la naturaleza. Sentí el alma del bosque como una parte del plan infinito que ayuda al ser humano en su evolución. Descubrí que construir la individualidad – el tronco – es un proceso clave en la vida del ser humano, en el que desarrolla su consciencia, su capacidad de pensar. Descubrí que formar parte de la sociedad – el bosque – es clave para el crecimiento sano de esa individualidad. Sin sociedad, no se alcanzaría la esencia del ser humano: su capacidad mental casi ilimitada. La socialización, de la que forma parte la educación, es una etapa necesaria para desarrollar nuestra mente, con la que alcanzamos un potencial muy superior al de la reacción instintiva.
También comprendí que un bosque que admite la diversidad es un bosque más frondoso y que atesorará recursos para adaptarse a cualquier giro del ecosistema o del clima. Cuanto más se permita a cada árbol ser él mismo, mejor podrá crecer para ayudar al bosque y se sentirá aún más orgulloso de pertenecer a él.
El desarrollo mental es fundamental en el ser humano, pero no debe secar su raíz, el instinto. El crecimiento sano de la persona necesita de un entorno en que se combinen ambos aspectos, instinto y socialización, logrando su plena armonía.
4. El apogeo y decadencia del Imperio de la razón
El árbol crecía en mi sueño de tal forma que rivalizaba con la naturaleza. Sentía poder, orgullo por el admirable aprendizaje y los desafíos conseguidos. Vi el conocimiento como un inmenso edificio con las puertas abiertas de par en par. Recordé momentos irrepetibles de conexión tanto con amigos como con amantes. Momentos en los cuales compartimos todo nuestro paisaje interior, en los que la sensación de expansión y de intimidad era mucho más de lo que ningún niño puede sentir. Reviví instantes de conexión conmigo mismo de una profundidad antes insospechada. Aquel gozo estaba a la altura del coraje que era necesario para tantos descubrimientos.
Pero a lo largo de mi madurez, esos momentos se iban reduciendo. El imperio de la razón iba agotando mi ilusión de niño. De tanto alejarse de la tierra, la energía del tronco se iba agotando, la sabia llegaba a duras penas al final del tronco. El sufrimiento sustituía a la sensación de poder.
Era la crisis existencial, aquella que nos confronta con la realidad de que somos una gota en el océano, que vamos a morir y que cualquier cosa que logremos, material o inmaterial, un día desaparecerá sin dejar rastro. Esto hace que las grandes preguntas sean inaplazables: ¿Para qué estoy aquí? ¿Es esto a lo que quiero dedicar mi vida?
En esa etapa de inquietud vital, me sentía como el héroe poderoso que siente que las fuerzas le abandonan. Por las noches, el orgullo de todo lo que has crecido y conseguido se desvanece y entonces solo queda la añoranza del paraíso perdido ¿Ante quién tenía que seguir demostrando mi valía? ¿Qué tenía que demostrar? Si un día ya no vamos a existir ¿Para que seguir luchando en esta selva?
Una madrugada me desperté sobresaltado. Las preguntas que me asediaban habían desaparecido y en su lugar había un espacio vacío en mi interior, como una noche serena. Me vi frente a frente con mi crisis existencial; pero esta vez la miraba sin miedo, con una calma y una claridad desconocidas hasta entonces. Mi árbol de la vida se encontró con la crisis existencial y sentí cómo dejaba en el aire estas frases:
«El tronco no puede crecer indefinidamente… necesita extenderse, echar ramas, para multiplicar sus hojas y empaparse de la energía del sol».
«No luches por conseguir la respuesta, deja que surja dentro de ti.»
«Escucha a la naturaleza que te trajo hasta aquí».
Los acontecimientos de las siguientes semanas vinieron a completar mi viaje de descubrimiento. La crisis existencial pasó de ser una prisión a convertirse en la palanca para que el resto de mi vida tuviera pleno significado. Me acompañaba una frase de Lao-Tse que en su día me había impactado, como si fuera una canción pegadiza :
«Aquello que para la oruga es el fin del mundo, para el resto del mundo se llama mariposa.»
………………………….. CONTINUARÁ …………………………..
En el siguiente capítulo os contaré cómo desplegamos la capacidad de pensar hasta llegar a una forma más evolucionada. Veremos en qué consiste la etapa de la intuición, una etapa de auto-creación. Si ves algo que se puede mejorar en el relato, si te gusta o tienes alguna pregunta, escríbeme a daniel.alvarez@benpensante.com. Compártelo con quien quieras. Solo deseo que esto ayude a quien lo necesite.
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Bonita reflexión sobre la vida, la intuición y la razón en un símbolo tan poderoso como el árbol de la vida, sin lugar a dudas siempre cerca de nosotros y la cultura, la individualidad y las sensaciones y emociones nos ayudan a comprender el espacio interior y la riuqueza de cada uno mismo, logrando así la paz interior. Regalar el árbol de la vida es ofrecer un pedazo de tí. Gracias por la información, ha sido muy útil.
Muchas gracias!