Vida salvaje de las emociones. Capítulo 11. Las emociones ocultas
A pesar de la quimioterapia que me estaba dando en esa temporada, durante dos semanas tuve varias conversaciones con Max Becker, la directora de teatro de la compañía Stardust.
Me interesaba conocer a fondo el entrenamiento emocional que hacía con sus actores. En particular, el caso de uno de sus actores más destacados, Francisco, que permitía comprender que existe una emoción oculta debajo de la emoción que se muestra. Esto es, el fenómeno de las emociones solapadas.
Aquí transcribo la grabación de la entrevista a Max sobre ese caso, para que puedas disfrutar de un ejemplo en estado puro.
Transcripción de la grabación.
– “Grabación número 14”. Pues bien, Max. Cuéntame entonces el caso de Francisco. Estamos grabando – le dije.
– Muy bien Luis, te cuento – respondió, arrellanándose en su sillón y poniendo los brazos sobre los reposabrazos.
Francisco no había sacado las mejores notas en sus estudios de teatro – continuó Max -. Nunca fue un alumno destacado. Eso sí, tenía una vocación enorme. Desde que tenía uso de razón no pensaba en otra cosa que en ser actor. Y yo era la directora ideal para él, pues no le exigía técnica ni método, sólo entrega. Y Francisco lo daba todo.
No suelo repetir actores. De esa manera, me aseguro de que estrenan emociones salvajes en cada obra. No quiero correr el riesgo de que esa emoción salvaje que late con más intensidad en el alma de cada actor se domestique. Pero con Francisco hice una excepción.
Ponía muchas veces a Francisco como ejemplo de lo que quería de los actores, era mi favorito… pero lo que me sucedió con él me rompió los esquemas. Reconozco que me superó.
– ¿Qué pasó? – dijo Luis.
– Ya sabes que siempre adapto la obra, desde el principio, a las emociones de los actores. Ellos vienen con una emoción salvaje por algo que les sucedió, y comenzamos a jugar con ella para crear la obra. Las escenas se adaptan a que cada actor viva su emoción salvaje de forma que esté en plena armonía con las de los demás actores. Y eso crea una intensidad abrumadora.
– ¡Claro! – dijo Luis. – Emociones salvajes sueltas, sin domesticar, jugando entre ellas en el escenario. Es formidable… Por eso, el público no entiende cómo es posible que haya tanta vida en una obra de teatro.
– Fíjate que, a menudo, las emociones salvajes mutan a lo largo de los ensayos y de las representaciones. Muchas veces, el miedo se convierte en enfado o en tristeza. Otras, es la tristeza la que se convierte en enfado. Cuando esto ocurre, hago pequeños cambios que no inciden demasiado en la trama de la obra ni tampoco en las escenas. De hecho, lo importante es mantener la intensidad, pues nuestro público no espera un hilo demasiado estructurado.
En la anterior obra que habíamos realizado, Francisco había tenido una emoción pura de rabia. Odiaba a la pareja que le había dejado hacía ya dos años. No la perdonaba. Esto le daba una fuerza incontenible en el escenario a su rabia cuando la desataba. Esa emoción salvaje bullía por todos los rincones del interior de Francisco e hizo un papel soberbio.
Pero para esta nueva función, aquella rabia se había convertido en tristeza. Lo hablé con él, eso no me preocupaba.
Recuerdo perfectamente la conversación con Francisco. Aún puedo escuchar sus palabras.
– Es que, Max, de tanto sacar mi rabia, ensayo tras ensayo, una función tras otra – me explicó Francisco, – llegó un momento en que noté algo así como si mi «emoción salvaje» se hiciera mayor y evolucionara desde la rabia hasta convertirse en tristeza. Ahora siento una pena enorme por haber perdido una relación que pensaba que iba a ser para siempre – contestó, visiblemente conmovido.
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo fue? – le pregunté.
– Verás – continuó, – aquella tarde que Rebeca me dijo que me dejaba me llenó de desesperación. La rabia que veías desatarse venía de sentirme solo y abandonado.
– Ya, entiendo – dije, expectante.
– Pasó el tiempo, y la rabia se desvaneció, pero entonces me volvió el arrepentimiento de no haberlo dado todo en la relación. No había cuidado a Rebeca como merecía. Ella siempre me decía que yo solo pensaba en el teatro pero yo no la escuchaba. Cuando me dejó, solo sentí odio hacia ella y le eché toda la culpa de la ruptura. Ahora me doy cuenta de que el culpable fui yo y me asusta solo pensar que jamás podré volver con Rebeca – me dijo, casi llorando.
Así que preparé el papel de Francisco en la obra desde esa tristeza. Le vi actuar y me convenció. No había problema, pues la tristeza le daba a Francisco esa intensidad visceral, salvaje.
Por fin, arrancamos con la nueva obra. En la primera función, Francisco estuvo de nuevo brillante. El público se quedaba como hipnotizado cada vez que aparecía en escena. Estuvo realmente poderoso e incluso ayudó a la intensidad de sus compañeros. Fue una función sublime. Y volví a respirar con alivio.
Pero las sorpresas no habían acabado. Sin aviso, en la segunda función, Francisco se desinfló completamente. Yo no daba crédito a lo que estaba pasando. Parecía que simulaba la emoción. Hubo momentos de murmullo del público en sus escenas. Lo pasó muy mal… y yo también. ¿Qué le pasaba?
Durante los ensayos siguientes, provoqué a Francisco como siempre hacía para que su emoción salvaje saliera libre. Él se entregaba igual que siempre, pero la emoción salvaje no aparecía. Era como si se hubiera quedado vacío.
Y en un ensayo ya exploté:
– ¿Pero qué te pasa, Francisco? – le espeté, harta de que fingiera la emoción sin sentirla de verdad. – Quiero que seas sincero. No podemos continuar así.
– No lo entiendo, Max. Busco la emoción pero no la encuentro. No hay nada salvaje en mi interior. De hecho, me parece que no hay nada. – me respondió.
– Acompáñame un momento, Francisco – le dije. – Vamos al despacho y hablamos esto con calma.
– Vamos a ver Francisco, ¿tú cómo te encuentras? ¿Hay algo que te preocupe? ¿Algo que te descentre? – le pregunté tras cerrar la puerta.
– Me encuentro bien, Max. Nada nuevo… – pero noté una duda en su voz.
– Francisco, Te he dicho que seas sincero- le dije. – Si no, hemos acabado.
– He estado pensando que quizá haya algo que está afectando, Max.
– ¿De qué se trata? – pregunté, intrigada e impaciente a la vez.
– Lo de Rebeca. Nuestra ruptura que me consumía… – me respondió, mirando hacia abajo – El otro día hablé con ella. Hablamos un rato. Ambos teníamos ganas de vernos y de hablar serenamente.. Le pedí perdón y ella a mí. No hay posibilidad de recuperar la relación entre nosotros, pero tampoco ningún resentimiento. Creo que he aceptado lo que sucedió… y que he aprendido la lección.
– ¿Qué quieres decir? – le pregunté, impaciente.
– Esta última temporada me estoy sintiendo en paz. He comprendido que estar sólo tampoco es tan malo – me dijo. – Seguía mirando hacia abajo, como hablando para sí mismo.
– ¿Y cómo así, de repente?- repuse, ya más calmada.
– Verás Max – dijo, como si pensara en alto -, algo pasó en uno de los ensayos poco antes de la segunda función. No sé si recuerdas aquella tarde que lloré de aquella forma tan desconsolada…
– Sí, me acuerdo – respondí, casi imperceptiblemente para no romper su trance.
– Sentí que me rompía por dentro – prosiguió -. Me pareció que había tocado fondo. Sentía la tristeza de un modo más desgarrador que nunca. Aún más, sentía que a la tristeza se le unía la rabia que había sentido antes e incluso el miedo que había por debajo de toda esa situación.
Mi interior – continuó -. se llenó de una negrura que se convirtió en un ruido insoportable, parecía que iba a volverme loco… Y entonces – continuó, tras una pausa, – después de que todos los demonios pasaran dándome pisotones, se hizo un enorme silencio. De camino para casa sentí una paz absoluta. Una liberación sin precedentes por haber dejado salir todas aquellas emociones… Y haberlas asumido. Era como limpiar algo que me oprimió durante años.
– PERO ¿Cómo no me dijiste nada?- le pregunté. Noté que lo hacía con un tono inquisidor. No me podía creer que me lo hubiera ocultado ¿cómo iba a actuar bien? ¡imposible!
– Pe-pero, Max. En realidad, ha sido maravilloso haberme recuperado. Ya no me atormenta la relación – me dijo, con mirada de cordero degollado.
– Francisco, mira,… Mañana no vuelvas – le dije, decepcionada.
– ¿Cómo?
– Estás despedido – concluí. –
Me levanté y me fui del despacho.
Sonido de estrellitas
– ¿Y se fue de la compañía? – pregunté, ansioso por saber cómo acababa.
– Francisco era una persona tenaz y volvió al día siguiente – contestó Max. – Como se dio cuenta de que no hablaría con él, me envió un mensaje por medio de un compañero. Mi respuesta fue la misma: “No volvería a actuar en nuestra compañía. Él habrá encontrado su paz, pero aquí lo único que valen son las emociones salvajes.”
Yo sabía que trabajar en Stardust lo era todo para él – continuó, – pero no iba a estropear una obra por eso. Era una norma que todos los actores conocían: sin emoción salvaje no hay obra. Aunque había echado ya a muchos actores, lo de Francisco era distinto. Teníamos una relación especial. Nos apreciábamos mucho… y dependía mucho de mi opinión.
– ¿Y qué fue de él, Max? – indagué, con curiosidad.
– Pensé que la ruptura con Stardust iba a ser dramática para Francisco – contestó Max. – Pensé que no saldría de casa sumido en la depresión o que destrozaría sus muebles con la ira que tantas veces le vi sacar… Pero nada de eso pasó.
– Entiendo – reflexioné, reponiéndome del asombro. – Es decir, que con ese proceso emocional superó incluso la dependencia hacia el teatro.
– La técnica de Francisco no era tan depurada como para ser un gran actor, pero había desarrollado un carisma especial. Francisco se dedica ahora a hacer anuncios de televisión… y, hasta donde yo sé, parece que es feliz… Yo siento un poco de culpa por haber sido tan insensible al despedirlo, la verdad.
– Entiendo perfectamente cómo te sientes, Max – le dije, de corazón. Después de escuchar algo tan íntimo y profundo, no sabía qué decir.- Pero él sabía las normas. No tenía otra opción que seguirlas… Superar aquella relación que le atormentaba, pagar aquella deuda emocional, le llevó a tener que abandonar su sueño. Menuda paradoja.
– ¿Menuda paradoja?… – preguntó, casi para sí misma.
– Sanar aquella relación que le atormentaba, depurando todas las emociones solapadas, le permitió a Francisco desarrollar la habilidad de no depender de los demás, lo que le permitió abandonar la compañía Stardust y a ti, Max, las dos cosas en torno a las que giraba su vida.
– Pero Luis,… esto es la vida misma ¿verdad? – preguntó.
– Y tanto. Las emociones cristalizan y te bloquean cuando no las miras a la cara. En tu compañía de teatro haces algo muy parecido a lo que hacía Fritz Perls en su Terapia Gestalt – continué. – Provocaba a sus pacientes para que vivieran la emoción que se escondía detrás de sus situaciones traumáticas. Eso les sanaba.
– ¿Y es eso lo que les sucede a los actores al sentir tan intensamente sus emociones? – me preguntó inclinándose hacia delante, con clara curiosidad.
– Claro – respondí -. Fritz Perls descubrió esto trabajando con directores de teatro… ¡Pero tú estás provocando que esto suceda en los propios actores al dejar sueltas sus emociones salvajes! – exclamé, entusiasmado – ¡Tu metodología teatral provoca una terapia en todos los actores!
– Bueno,… debo confesar – respondió Max, casi con humor – que lo único que me importaba de Francisco era su emoción salvaje. De hecho, me decepcionó cuando no “trajo” ninguna al ensayo.
– Y te quedaste sin tu actor favorito por culpa de que se sanara emocionalmente – repuse, mirándola unos segundos.
– Ni más ni menos –respondió, mirándome también con la misma cara divertida -. Por una parte, me alegro de que sea feliz, no creas.
– Tú le ayudaste. Cada emoción tiene un mensaje y cuando la miras a la cara lo descubres – reflexioné -. La emoción primero se hace notar en tu cuerpo e incluso te golpea para que le hagas caso, pero cuando la escuchas y asumes su mensaje en la cabeza y en el corazón, deja de ser necesaria y se va.
– Como tu enfermedad… – me espetó, con dulzura.
– Y tú, ¿cómo lo sabes? – pregunté, tras unos segundos de recuperación. Casi me alegré de que lo supiera.
– Bueno, ya sabes. En Santiago nos conocemos todos – me dijo, sonriendo. La veía preocupada por mí.
– Aún sigo explorándome – le respondí – Hay algo ahí…
– ¿Algo salvaje? – preguntó, expectante.
No tuve más remedio que reírme, aún en la seriedad del tema. Decidí sincerarme.
– Nada como para trabajarlo en tu próxima obra, Max – contesté, jocosamente – La enfermedad no viene porque sí. La verdad es que estoy dándome cuenta de que estaba muy lejos de la paz interior. Había dejado atrás las cosas de la vida que eran importantes para mí. Como si no existieran y solo me importaran mis investigaciones.
Bueno, Max. Tengo que irme – dije, sonriendo ante el respetuoso silencio de Max.
– ¿Nos veremos de nuevo? – preguntó Max, mientras nos levantábamos.
– ¿Quién sabe? Santiago es pequeño – respondí.
– Pero cómo que “Santiago es pequeño”, si tú vives en Lugo – dijo, riéndose. Le sonreí también abiertamente mientras abría la puerta.
– Hasta pronto, Max. Muchas gracias por todo – me despedí, mientras nos dábamos la mano con ternura.
Fin de la grabación
¿Qué es el solapamiento emocional?
Es lo que se produce cuando una emoción intensa fue originada por otra. Por ejemplo, una persona puede sentir rabia y odio por el desprecio de alguien a quien amaba. En muchos casos, la emoción que había inicialmente no era odio, sino tristeza ante la pérdida de una amistad o incluso culpa por pensar que hiciste algo mal. Estas serán las emociones solapadas.
En esos casos, la tristeza es tan fuerte que, para soportarla, inconscientemente la tapamos con odio. Preferimos entregarnos a la fuerza del odio y su insensibilidad en vez de sentirnos indefensos por la tristeza. Para la sanación emocional necesitaremos superar el odio e identificar la tristeza que había detrás, para sanarla también.
Cuando deseamos resolverlo con una técnica de PNL, primero se utiliza una conversación interna para aceptar y apaciguar el odio y, a continuación, veremos que se asoma la tristeza y haremos a su vez una conversación interior con ella.